9 nov 2013

¿A qué huelen los testículos?



Desde que tengo uso de razón, nunca me he considerado gay. Me gusta acostarme con hombres, pero no me entusiasma especialmente el acto sexual en sí con un hombre. Quiero decir que me excita enormemente imaginarme siendo penetrado, mas en la práctica tampoco es para tanto ni creo que haya una especial diferencia entre penetrar a un hombre y penetrar a una mujer.

Sin embargo, he de admitir que siento una absoluta fascinación por los genitales masculinos. No existe visión más admirable que la de un hombre desnudo con su pene enhiesto (y hasta flácido). Me deleita el tacto increíblemente suave de un pene, contrapuesto a la curiosa rugosidad de los testículos, y también me seduce su característico sabor, salado y acre a la par.

Pero lo que de verdad me hace enloquecer es su olor. Sí, su olor: adoro el olor de los genitales masculinos, concretamente el de los testículos. De pequeño, mi madre siempre me reprendía por andar todo el día con la mano metida en los calzoncillos —que yo dejaba ahí con la secreta e inconsciente esperanza de que quedara impregnada del olor de mis testículos, los cuales probablemente sean los más deliciosos que he tenido la suerte de olfatear jamás—, una fea costumbre que acabé perdiendo a fuerza de capones revestidos de anillos.

[Aquí debo hacer un inciso: no me refiero al gesto estratégico que un amigo mío denomina movimiento recolocatorio de paquete, el cual es totalmente necesario e imprescindible para cualquier hombre que precie su comodidad]

Ahora mismo estoy sentado en el metro. Para los que nunca hayáis visitado Barcelona, os situaré en contexto diciendo que cada rincón de la ciudad despide un recalcitrante olor a orina, a excepción del metro, que suele oler a sudor rancio de decenas de personas. Sin embargo, esta tarde curiosamente carece de todo olor... salvo el de mi entrepierna. Me avergüenza confesarlo, pero el único olor que en este instante embarga mi nariz es el de mis propios genitales.

No quisiera que se me malinterpretara: nunca he sido alguien higiénico hasta la monomanía (de hecho, admito que ciertas semanas puedo llegar a abandonarme bastante, si bien no hasta un extremo preocupante), pero en general me considero una persona bastante limpia. Por tanto, no puedo sino sentirme incómodo en la situación descrita. De hecho, no dejo de mirar en derredor, sonrojado, intentando dilucidar si soy el único que percibe el olor de mis testículos o si por el contrario la fragancia enrarece el aire de todo el vagón.

Esta circunstancia lleva repitiéndose desde hace aproximadamente dos semanas. Hasta que no encuentro un momento para masturbarme, a altas horas de la madrugada, mis testículos despiden un olor particularmente fuerte; no desagradable, sino fuerte. Normalmente, este hecho por sí solo no me importunaría (es más, lo considero un placer, puesto que ya he dicho que adoro el olor de mi propia entrepierna), pero me preocupa que quienes me rodean lo adviertan y piensen que soy un guarro o qué se yo.

La semana pasada quedé con mis amigos para tomar algo en el pub que solíamos frecuentar cuando estudiábamos juntos. Antes de continuar, me veo obligado a precisar que en mi grupo de amigos la mayoría no son mis amigos. Casi todos habíamos estudiado en el mismo instituto durante la secundaria y realmente, por circunstancias diversas, no nos habíamos integrado en ningún otro grupo, de modo que la nuestra era una pandilla del todo residual y, por tanto, bastante heterogénea. A ello hay que añadirle que cada uno ha ido sumando a otros al grupo (esencialmente, sus respectivas parejas de turno), por lo que, en el fondo, en mi amplísimo grupo de amigos sólo tres o cuatro lo son de verdad.

Además de esto, soy el único chico del grupo que se acuesta con hombres. Por supuesto, no soy la única persona del grupo que lo hace, pero sí el único chico (que yo sepa). Por otro lado, tengo la suerte de que ninguna de mis no amigas ha decidido por el momento salir del armario, así que el público era el idóneo para la pregunta que estaba a punto de realizar.

Me parece que era P. la que en ese momento rajaba acerca de su exnovio (la verdad es que yo no estaba prestando demasiada atención, porque me había sentado justo enfrente de X y no podía quitar los ojos de sus estupendos rizos negros). Pronto el tema degeneró —como siempre nos acababa sucediendo— hacia el ámbito sexual y, en un momento determinado, A. soltó un ingenioso comentario acerca del olor vaginal que despertó las carcajadas de todos los presentes (menos las mías, embelesado como me encontraba en aquel momento). No obstante, la algarabía general me devolvió a la conversación y, como un eco lejano, las últimas palabras de A. resonaron en mi mente. De repente, algo hizo «clic» en mi cerebro.

Después de la risotada generalizada, casi todos daban cuenta en silencio (o escupiendo los últimos estertores de risa que se les habían atragantado) de sus bebidas. Algunas de las chicas se secaban las lágrimas de los ojos cuidadosamente —de verdad: la broma no había sido tan graciosa—, para no estropear su maquillaje. Y yo, simplemente, rumiaba aquella cuestión que se me acababa de ocurrir.

—¿A qué huelen los testículos?

Creía que hasta ese momento todos estaban en un relativo silencio, pero después de mi pregunta juraría que el establecimiento entero enmudeció. La rubia del pelo rizado (nunca me acuerdo de su nombre) y el gilipollas de su novio cojo me lanzaron una mirada de asco. Los chicos daban la impresión de debatirse entre reanudar sus risas o considerar seriamente la pregunta, pero sólo O. parecía genuinamente pensativo.

Efectivamente, fue el primero en romper el hielo.

—Huelen al champú con el que se lave el tío.

Lo dijo con total inocencia, sin buscar la burla ni el chiste fácil. «Pues también es verdad», pensé yo. Pero no, no era aquello a lo que me refería.

—¿Te echas champú en los huevos, O.? — exclamó alguno de los chicos con sorna.

O. era un chico bastante pálido, así que los colores subieron perceptiblemente desde su cuello hasta sus mejillas. Antes de que se excusara, insistí en el asunto.

—No, no, no me refiero a eso. Los testículos tienen un olor particular, único. ¿Sabes lo que te digo?

Al momento, el rubor del rostro de O. se vio nuevamente sustituido por su característico gesto meditabundo, el que siempre adoptaba cuando yo le hacía una pregunta. Durante siete segundos —que para mí fueron siete años—, nadie más habló. Por fin, O. se decidió a hacer frente a un segundo asalto.

—Puede ser que huelan como a requemado, pero así, muy suave... Un olor parecido a ése, pero no tan fuerte. No es un olor desagradable.

Respondió todo aquello de manera atropellada, como si todas las oraciones fueran una sola. Pero había logrado lo que quería: ahora, todos habían adoptado una pose reflexiva con el fin de poder aportar su respuesta particular. No sabría decir quién habló primero.

—Depende de la persona. Nunca huelen igual.

—Mis cojones no me huelen a nada — bromeó A. (no la de antes, sino mi amigo, cuyo nombre también empieza con esta letra).

Miré fijamente a A. y reiteré lo de que los testículos tienen un olor peculiar y característico. Eso transformó inmediatamente la expresión de A., que de repente se tornó confusa, dubitativa.

—Ahora me haces dudar...

—Yo creo que huelen a plástico. Y a dulce — proseguí.

El grupo aceptó con aparente curiosidad mi parecer. Algunos cuchicheaban por lo bajo, creo que intercambiando opiniones, y estoy casi seguro de que todas las mesas de alrededor habían dejado de hablar sólo para escuchar nuestra conversación.

—Es un olor difícil de definir... — oí que decía alguien, pausamente, como si expresara sus pensamientos conforme llegaban. — Dulce no es. Es un olor fuerte. Yo creo que es la parte de un hombre que más huele a animal.

Eso me gustó. Era algo bastante evidente, claro está, pero no por ello tenía menos razón. Inmediatamente, A. (la primera) se unió al debate.

—Huelen a feromonas. En algunos casos, a sudor... A sexo, no hay más.

Su tono no admitía réplica. Y, sin embargo, no me acababa de convencer, por mucho que hubiera seguido el planteamiento de quienquiera que hubiera hablado antes que ella.

—A piel — dijo otro repentinamente. — No huelen especialmente bien, la verdad. Huelen... a sobaco. No exactamente... No sé.

—Yo creo que es un olor agradable. Pero no se parece a nada... quizá a sobaco limpio, sí.

—Es como piel, sudor, calor. No sé cómo describirlo.

—A carne podrida — afirmó bruscamente H. Aquella chica era pura elegancia.

B. sonrió ante este último comentario, como si H. fuera bien encaminada pero no acabara de dar con la respuesta exacta. Tras unos instantes meditativo, también él nos expresó su punto de vista.

—Huelen a... cerrado — aventuró, ya no tan seguro como aparentaba hacía unos segundos. — Como un sótano de carne.

—¿Como un matadero o una carnicería? — preguntó alguien (creo que P.).

—No, no, perdón, un sótano de piel. En plan... paredes, techo y suelo forrados de piel... Pero no en plan putrefacto, sino piel que no se estropee.

Silencio absoluto.

—Puto psicópata... — rio la rubia. Zorra.

—¡A albóndigas calientes! — espetó C., resuelto. — Yo tengo esa sensación: como a salchichas calientes y sudor y carne caliente.

Le sonreí. Bueno, después de todo, tenía su gracia.

—A húmedo. Es un olor neutro — volvió a la carga A. (ella, no él).

—Es un olor raro... Un dulzor acre — musitó, pensativo, J.

—Sí, pero no como la fruta pasada — se apresuró a añadir su chica.

De hecho, yo no podía estar más de acuerdo con aquella opinión. Si por mí fuera, la conversación podría haber terminado ahí mismo, pero cada vez más personas se animaban a intervenir.

—Huelen como a Pinot Noir — comentó M. como si la cosa no fuera con él. En su mano, mareaba pomposamente una copa de vino de una calidad que probablemente sería incapaz de valorar en su justa medida.

—Huelen a nueces de Macadamia.

Esto último lo dijo K. y he de admitir que me hizo bastante gracia, igual que lo del Pinot Noir. Exceptuando a la rubia y al cojo, todo el mundo había hablado a estas alturas... menos X.

—¿Tú qué opinas, X? — le pregunté cortésmente.

Él me miró largamente, sin pestañear.

—Dímelo tú — respondió monótonamente.

Todo el mundo calló ante tan ruda contestación. Seguramente estuvieran pensando que X era un borde o que estaba molesto conmigo por algún motivo, pero yo no dejaba de mirarle y... Joder, estaba claro que lo sabía. ¡Era un ozolágnico, como yo!

X reaccionó a mi estupor con una sonrisa divertida, confirmando mis sospechas. Tenía las fosas nasales muy dilatadas, como si estuviera haciendo inspiraciones profundas. Quería morirme. ¿Por qué nadie venía y me mataba? Esa clase de cosas sucedían todos los días en América y nadie se extrañaba: sencillamente, un chalado entraba por la puerta, «bang-bang-bang» y problema resuelto.

Sobreponiéndome a la repentina falta de aire (¿es que lo estaba acaparando todo para él o qué?), esbocé lo que creía que podía pasar por una sonrisa amable y, con un hilo de voz temblorosa y carraspeante, conseguí romper el silencio.

—Yo... ya os he dicho lo que creía. Me interesa saber, hum, lo que piensas tú.

Aquel gato de Cheshire ensanchó todavía más su indolente sonrisita, para mi tormento. Después de tres segundos más de tenso silencio, volvió a hablar.

—¿Te importaría repetirme la pregunta?

Me quedé helado. ¿Qué puñetas pretendía aquel chico? Dios, como si no fuera suficientemente malo pillarme por un hetero, ahora encima quería jugar conmigo como si fuera su presa. Inspiré profundamente y accedí a su petición.

—¿A qué crees que huelen los testículos?

—A cena.

6 nov 2013

D

Las olas rompen contra el asfalto. Unas pisadas se dibujan sobre el metal al ritmo de los rubíes. Cada canción suena diferente, como un garbanzo germinando entre el algodón. Las voces entrechocan entre las carátulas de tabaco y los tornos fresadores mientras ambos latidos se sincronizan desacompasadamente. Rasga la esquina y avista la carreta.

D. Una libreta. Café.

N desnudo. D en N.

N tocando a D. D besando a N.

N y D juntos en i.

5 nov 2013

¿Sabes?

Me sabes bien.

Me sabes dulce, a golosina, a juventud, a «¿Y por qué no?». Me sabes a mañana, a alegría. Me sabes a café con bizcocho, a una tarde de cine, a pasear por Madrid.

Me sabes salado, divertido, inexplorado. Me sabes como a nuevo, un plato desconocido o un juguete recién comprado. Me sabes a centro comercial, a charlar hasta la noche, a escribirnos por la mañana.

Me sabes ácido, a excitación, a una erección en tu pantalón. Me sabes a besos, a saliva, a semen, a sudor. Me sabes a colonia, me sabes a almidón. Me sabes a la i de Moncloa, al lago de Debod.

Me sabes amargo. Me sabes a alcohol. Me sabes a tabaco, a humo, a ceniza y cenicero. Me sabes a despedida, a autobús que se va, a una única lágrima en la mejilla.

Y ¿sabes? Tú... tú no sabes nada.