25 jun 2014

Lieberknecht

«Ich liebe dich weil du mir wichtiger bist
als die warmen und bunten Töne
der Abenddämmerung»
Ángel Mackeltar (trad. de Vidyadevi)


Porque no existen atardeceres tan cálidos y coloridos
desde que te has ido
y tu ausencia, ominosa,
me pesa en el pecho.


«Te hiero mucho»,
creí entender cuando te marchaste.

Podrías haber usado cualquier otro idioma y no estaría aquí,
pensando en esas tres palabras.

«Te hiero mucho».


Maldigo aquella erre que te impidió ser siervo del amor,
sino más bien siervo, Lieberknecht.

18 jun 2014

Y-O-U

It had to be you.
Why oh you?

17 jun 2014

Ero

Las tardes de los viernes siempre eran igual de aburridas, con limitadas visitas de clientes y el imbécil de Javier robándonos nuestra pacífica calma con su dicharachería. El reloj avanzaba, cronámbulo, con una exasperante lentitud puntuada segundo a segundo con un chasquido: tic, tic, tic... Llevaba prácticamente toda la tarde explorando la Red en busca de un ejemplar en castellano de Las leyes de la atracción, la segunda novela del afamado escritor Bret Easton Ellis, con escaso éxito. Los cuatro cafés de máquina que había ingerido pasaban factura a mi percepción del tiempo, de modo que los tics se espaciaban cada vez más, permitiéndome sufrir mayor aburrimiento por segundo del físicamente posible.

Siete minutos antes de la hora de salida, cerré mi portátil, lo introduje en la bandolera y me eché ésta al hombro, dispuesto a disfrutar de dos maravillosos días sin la (in)compañía de mis colegas de despacho. Sin mediar palabra con ninguno de ellos, atravesé la puerta de la sala alzando vagamente el brazo en señal de despedida.

Al salir del edificio (un chalet a las afueras de la ciudad), un sol inverosímil me cegó de manera momentánea. Por suerte, encontré las gafas del sol en un bolsillo de la bandolera y las usé para protegerme del acoso indiscriminado de aquella esfera de gas ardiente. Drogado con el buen humor que suele proporcionar terminar la jornada de día, decidí dar un paseo hasta casa y, de paso, preguntar en una librería cercana por la dichosa novela.

Las campanas de la iglesia local tañían la hora punta cuando pasé frente a su puerta. La misa acababa de terminar y algunos feligreses abandonaban el recinto mientras otros se quedaban comentando los mejores momentos del sermón (porque eso es lo que hacen los que se quedan a la salida de la iglesia, ¿no?). Cerca de ellos, un vagabundo mendigaba –sin éxito– alguna moneda o un mendrugo de pan. El pobre hombre –de hecho, yo diría que rondaría mi edad– vestía unos andrajos llenos de agujeros y unos zapatos desgastados. Las greñas y la barba, negras como la noche, se mezclaban en una amalgama mugrienta que ocultaba la mayor parte de su cara.

Me encontraba de tan buen humor que decidí buscar en mis bolsillos una moneda para el pobre diablo. Cuando me agaché para depositarla sobre la raída manta, el chico me escrutó atentamente con sus ojos castaños, que se abrieron con sorpresa. Permanecí en esa posición, inclinado sobre él, a escasos quince centímetros de su cara, interrogándole con la mirada, tratando de descubrir por qué sus rasgos me resultaban vagamente familiares... hasta que caí en la cuenta: se trataba, ni más ni menos, de Ero, mi novio del instituto.

Descartando la posibilidad de un doppelgänger, aventuré mi corazonada en voz alta. "¿Ero?", pregunté. El chico siguió observándome atónito, posiblemente con un principio de vergüenza asomando a su rostro. "Eres Ero, ¿verdad?", insistí.

Silencio.

Desde mi cercanía, prácticamente podía atisbar el debate interno que Ero rumiaba mentalmente a toda velocidad. "N– no, lo siento, te has equivocado", respondió tímidamente, apartando rápidamente la mirada. La voz era entrecortada y algo ronca, quizá más profunda, pero ya no me cabía duda alguna. "Joder, Ero...", musité con elocuencia. En ese instante, tomé una repentina decisión. "Venga, anda, vamos, que te vamos a adecentar un poco y luego te prepararé algo de comer, ¿vale?", le dije con una cordialidad inusitada en mí, especialmente considerando lo dura y dramática que resultó nuestra ruptura, aun tratándose de dos adolescentes sin idea alguna sobre la vida.

Evidentemente, me costó un buen rato convencerle de que me acompañara –aún insistía en que le estaba confundiendo con otra persona, a pesar de que yo sabía que se trataba de Ero–, pero finalmente conseguí que me diera la mano y juntos nos dirigimos hacia mi piso. La patética figura en que se había ido transformando Ero en todos estos años renqueaba ligeramente al andar, por lo que el trayecto se alargó algo más de lo habitual. Los dos avanzábamos en absoluto silencio, perdido cada uno en sus propias cavilaciones, tratando de imaginar qué estaría pasando por la mente del otro, planeando nuestras respectivas estrategias.

Alcanzamos el piso en media hora. Ero permaneció clavado en el umbral de la puerta mientras yo vaciaba descuidadamente mis bolsillos sobre la mesa del aparador. Lancé un breve suspiro para librarme de toda la tensión que me atenazaba desde la columna, me remangué la camisa y cogí a Ero de la mano. Le conduje al único baño de la casa y cerré la puerta tras de mí a pesar de que vivía solo (una antigua manía de cuando era pequeño). Ero se quedó mirándome sin decir una palabra. Aun con su desaliñada apariencia, noté una pequeña presión en el pecho y en el pantalón. Sentimientos encontrados, supongo (si es que alguna vez estuvieron perdidos).

No sabría decir qué emoción asomaba a aquellos ojos marrones tan brillantes. No se trataba ya de vergüenza ni tampoco ira; no era tristeza ni alegría, simplemente... curiosidad. Ero me interrogaba con la mirada y yo se la devolvía con... ¿quién sabe? Nunca fui bueno con las emociones, menos aún con las propias.

Decidí dar fin a aquel silencioso intercambio y me acerqué lentamente al ser que una vez había sido Ero. El pánico afloró a sus ojos cuando pensó que me disponía a abrazarle o quizá besarle, pero me limité a agarrar la parte inferior del trapo que usaba como camiseta y dejé su torso desnudo. Gruesos vellos negros poblaban su pecho, descendían formando un camino hasta su ombligo –había adelgazado notoriamente– y se perdían bajo los tejanos agujereados. Aún mudo, me permitió desprenderle de los zapatos gastados y los vaqueros. Ante mí se erguía un humanoide cubierto de vello y vestido únicamente con un viejo bóxer en el que se adivinaba un pene de gran tamaño.

Su corazón bombeaba sangre a toda velocidad (casi podía escucharlo) y su respiración se aceleró perceptiblemente. Me quedé mirándole (quizá el término correcto sería admirándole) durante un minuto sin decir nada, levemente excitado por la situación. Nuevamente, me acerqué a él y me puse de rodillas. Su cuerpo despedía un calor inhumano y un tufo a sudor, mugre y pis; el pecho le latía deprisa. Aproximé mis manos al elástico del calzoncillo, cada vez más excitado (un considerable bulto comenzaba a presionar mis pantalones), y lo bajé con deliberada lentitud. Un grueso pene en proceso de erección saltó a apenas dos centímetros de mi cara. Abultadas venas lo recorrían desde la base, resguardada por un bosque de vello azabache.

Ero me miraba con gran intensidad tratando de adivinar mi propósito. La escena (Ero desnudo, mirándome desde arriba, y yo agachado frente a su enorme pene) me trajo agradables recuerdos de nuestro pasado en común y sonreí sin darme cuenta. Me puse nuevamente en pie, aparté delicadamente a Ero y puse en marcha la ducha. Sabía que Ero era perfectamente capaz de limpiarse sin mi ayuda; no obstante, algo en mí, un cierto instinto protector, una ternura que ya no recordaba, me llevó a preparar la bañera –el agua muy caliente, como a él le solía gustar– y conducirle a su interior.

Ero no oponía ninguna resistencia, sino que se limitaba a observar y dejarse guiar por mis manos gentiles, como un autómata o mi Galatea de barro. Se dejó introducir en el agua caliente y permaneció sentado con las rodillas flexionadas y los brazos entre las piernas. Las manos jugueteaban distraídamente en el agua sobre su pene, como si tratara de ocultarlo sin mucha convicción; las miraba sonrojado y de vez en cuando lanzaba tímidos vistazos hacia mí, que dedicaba mis esfuerzos a desprender quién sabe cuánto tiempo de roña acumulada de la morena piel. Recorrí cada rincón de su cuerpo con la esponja enjabonada, dedicando especial empeño en la higiene de sus partes íntimas (esta vez sin cariz sexual). También le enjaboné cinco veces el pelo y la barba hasta que adquirieron una apariencia a mi criterio aceptable.

Cuando estuve satisfecho con mi trabajo, dejé correr el agua a través del sumidero y sequé con dedicación y ternura todo su cuerpo. Me aparté para contemplar mi obra, pero todavía había algo que no me convencía. Medité unos segundos mientras le escrutaba con la mirada hasta que me di cuenta de qué fallaba: aquella horrible barba que ocultaba a mi vista a quien un día había sido mi pareja y también mi mejor amigo. Saqué unas tijeras y la maquinilla de afeitar de un cajón y me dispuse a recuperar el rostro que recordaba (el cual incluía una encantadora barbita de tres días). Complacido con el resultado final, fui a buscarle algo de ropa limpia y le dejé cambiarse mientras preparaba la cena.

Me encontraba de espaldas a la puerta de la cocina hirviendo una buena olla de pasta cuando Ero me dirigió sus primeras palabras en años (exceptuando el breve diálogo que habíamos mantenido frente a la puerta de la iglesia). "¿Qué tal?", preguntó con timidez. Me di la vuelta para mirarle y quedé maravillado con la imagen. Mi ropa le sentaba como un guante y estaba realmente atractivo sin esa maraña lanuda que antes escondía su rostro. Le sonreí alegremente y le invité con un gesto del brazo a ocupar una silla en la mesa de la cocina.

Nos abstuvimos de hablar hasta que finalizó la cena. Me incliné sobre los platos manchados de macarrones con tomate y tiramisú que había comprado hacía unos días y le miré largamente con una sonrisa deleitada. "Nunca pensé que te volvería a ver, y menos así", comenté amigablemente. Ero sonrió avergonzado y siguió inspeccionando sus platos impolutos bajo mi penetrante mirada. Me levanté de la mesa y alzó sus ojos hacia mí. No perdía detalle mientras me aproximaba a él, cada vez más cerca, hasta que nos encontramos frente a frente y notaba su respiración, acelerada y cálida, sobre mi boca. Sin mediar palabra, lo agarré de la nuca y posé mis labios sobre los suyos, introduciendo mi lengua en su boca entre pequeños gemidos de placer y sorpresa que escapaban desde su garganta.

"Nunca sabrás cuánto te quise", murmuré. Ero me observaba genuinamente estupefacto, sin saber qué contestar. "No te preocupes, sé que no es recíproco. O, al menos, ya no", continué, con una sonrisa melancólica. "Sé que no tengo ningún derecho a pedírtelo, porque ya no soy tuyo y tú no eres mío, pero estoy convencido de que lo entenderás".

Silencio.

"Ero, tengo que devorarte". La última palabra quedó flotando en el aire, justo en el espacio libre que mediaba entre nosotros. Ambos manteníamos la mirada fija en los ojos del otro y yo ya no sonreía. Ero me contemplaba con vehemencia, pero a la vez sereno e incluso me atrevería a decir que entre divertido y curioso.

No podría decir cuánto tiempo se prolongó aquel duelo pacífico de miradas, pero Ero finalmente sonrió –una sonrisa sincera, de pura alegría– y asintió levemente sin apartar sus ojos de los míos. Seguramente, mis ojos brillaron de emoción y gratitud y junté nuevamente mis labios con los suyos, recorriendo su pecho y espalda con las manos, clavando las uñas en su piel, mordiendo apasionadamente su boca hasta que el sabor metálico de la sangre colmó la mía, desgarrando la carne con mis dientes y manos, como una bestia primitiva, mientras Ero sonreía con plenitud y las lágrimas resbalaban por su cara, salando mis labios empapados de sangre que buscaban más carne que besar y morder y masticar y tragar, algún pedazo ingenuo e indemne de piel que tatuar con mi mandíbula feroz e implacable, otro trozo de la persona a quien más había amado tontamente cuando aún no sabíamos nada del mundo ni del amor ni del sexo ni de la antropofagia, que es la máxima expresión del amor y la catarsis del cazador, porque ahora Ero era yo y yo era Ero, al fin juntos, como siempre debió haber sido.

10 jun 2014

«Como los efectos de las drogas: breves, pero intensos» – Morphine Sushi

Así es tu cariño desde que no me permites hablar de amor, ese invento hollywoodiense con el que vendernos bombones en San Valentín y condones el resto del año.

«Y luego lo tiras. El condón, claro, no al extraño».

Quiero salir, llorar, saltar, bailar, perder la virginidad en el baile de fin de curso («oh, sí, miradas furtivas entre la multitud»), correr, besar, follar, querer, abrazar, tocar, sentir, errar, morir, mentir... En definitiva, amar.

Quiero dejar de sentirme solo e incompleto, que te conviertas en mi otra mitad, que ocupes el vacío que las drogas blandas y la música a duras penas consiguen disimular.

Quizá todavía no sea demasiado tarde para que vuelvas a enseñarme a bailar y confundamos norte y horizonte, lejanía y calor, un tango tecno house afro acid trip hop, todos esos acordes a los que una vez me atreví a llamar –ahora sí– amor.


Este texto incluye fragmentos extraídos de varios escritos
publicados por Morphine Sushi a finales de 2009.