11 ene 2013

Memorias de un gato enamorado

Adán cerró la puerta suavemente y bajó los escalones semicongelados con cuidado para no caer. El ambiente se encontraba sumido en una densa neblina que no permitía ver más allá de unos escasos metros y todavía caían, en recuerdo de la noche anterior, algunos copos helados que se posaban perezosos sobre el gorro negro con orejas de gato de Adán. Posiblemente fuera uno de los días más fríos del año, pero el jovial muchacho cruzaba las calles con una inocente sonrisa tatuada en la cara. No es que tuviera un especial motivo para ello (que lo tenía), pero si algo caracterizaba al chico del gorro de gato –como le conocían los adultos del barrio– era precisamente esa sonrisa infantil con algo de felino.

La parada del autobús no distaba en exceso de su casa, a pesar de lo cual el joven tardó el doble de lo habitual en llegar, pues el simple placer de pisar la crujiente nieve virgen le había llevado a tomar una ruta alternativa algo más larga. Y, como cada martes, ahí estaba él: alto, guapo, rubio, delgado y con un enorme libro sobre Historia del arte abierto sobre sus manos. Adán exhaló un tenue suspiro que al momento se perdió en la niebla que los rodeaba. ¿Cómo podía ser tan perfecto? ¿Sabría siquiera que él existía? ¿Le recordaría de todas las ocasiones en las que se había sentado cerca de él en el autobús con el mero fin de admirarle disimuladamente? Probablemente no. Aquel adonis rubio sólo parecía tener ojos para sus gruesos volúmenes de arte y, por lo poco que Adán sabía, raramente los apartaba de ellos.

El autobús irrumpió molestamente en las ensoñaciones de Adán, quien se dispuso a buscar el billete entre sus múltiples capas de protección contra el frío glacial, aunque en el fondo se trataba de una excusa para permitir que el objeto de su adoración se le adelantara y escogiera sitio (además de ser una buena oportunidad para admirar su envidiable trasero). Como siempre, eligió un asiento al fondo del vehículo, al lado de la ventana, y Adán se situó estratégicamente en un lugar cercano desde el que observarle con discreción. Por supuesto, el joven jamás se percataba de la mirada que le atravesaba durante todo el trayecto, tal era la concentración en sus lecturas.

El vehículo se desplazaba con cautela, ya que todas las carreteras de montaña estaban medio heladas y en cualquier momento corría el riesgo de derrapar. De hecho, un imprudente turismo realizó un adelantamiento prohibido y el conductor del autobús hubo de virar bruscamente, agitando su contenido alto en personas como un niño un refresco. Adán se agarró al respaldo delantero para no caer al suelo del autobús y oyó un ruido seco y pesado de desplome. Echando la vista hacia atrás, descubrió en el suelo, justo a su lado, el enorme libro que segundos antes se había encontrado entre las delicadas manos de su amor secreto. Sin perder un momento, prácticamente se lanzó sobre el tomo mientras una dulce y aniñada voz (la misma que cada martes saludaba encantadoramente al autobusero) le decía con calma «No pasa nada, yo lo cojo». Librando una batalla de dimensiones épicas contra sus torpes dedos, finalmente logró tomar el ejemplar en sus manos para depositarlo, previo roce casi imperceptible y sin volver en ningún momento la cabeza, en las del joven rubio, que musitó un quedo pero sincero «Gracias».

Mientras creía derretirse por dentro y el magma interior encendía su corteza terrestre, desplazó su mirada perdida hacia el asiento desocupado del joven artista. Despejado de su aturdimiento, giró angustiado la cabeza en todas las direcciones humanamente posibles hasta que le localizó de nuevo, de pie frente a la salida del vehículo, y sintió el irrefrenable deseo de decir algo a aquel ángel terrenal para que no le volviera a olvidar, para que por una vez se fijara en él. Y, sin pensarlo, su nombre le llenó la mente, ese nombre celestial con el que había rotulado aquel volumen y que aún no había tenido ocasión de procesar con la emoción del momento. Un nombre perfecto para un ser perfecto.

La puerta del autobús se abrió con un siseo y el chico rubio comenzó a bajar cuando dos palabras brotaron irremediablemente de los labios de Adán: «Adiós, Serafín». Sin embargo, aquel susurro inaudible fue incapaz de atravesar los tres eternos metros que les separaban y su musa se perdió en la bruma de la mañana. Había perdido una ocasión única y nunca volvería a atreverse a algo así. ¡Maldita fuera su introversión!

Cuando las lágrimas estaban a punto de colmar sus ojos, percibió un toque en la ventana y dirigió su vista emborronada hacia allí. Y ahí estaba él: alto, guapo, rubio, delgado y con el enorme libro sobre Historia del arte cerrado bajo el brazo. Porque esta vez sus ojos verdes no miraban el tomo, sino que se clavaban insistentemente en las pupilas de Adán con un brillo que seguramente iba acompañado de una maravillosa sonrisa. Y en ese indescriptible momento ocurrió un hecho extraordinario: le guiñó un ojo y, acto seguido, volvió a desaparecer en la niebla. Y, aunque nadie más en el autobús prestó atención a todo aquello, Adán sintió que su mundo acababa de cambiar y que, después de todo, el chico del gorro de gato sí tenía un motivo para sonreír.