30 ago 2010

Despertar

Lo único que soy capaz de recordar son imágenes difusas, como de un mal sueño producido por una borrachera que tampoco recuerdo.

Recuerdo patines, una carrera desesperada tras el autobús número siete por las calles de Madrid. Los chascarrillos entre conductores me hastiaban mientras trataba de no quedarme atrás.

También os recuerdo a vosotros, dos atractivos y exóticos jóvenes recién llegados de Austria. El moreno pudo tener mil nombres en la calle, pero como su amigo dijo "Yo siempre preferiré Vincent".

Respecto al rubio... ¿qué puedo decir? Ni siquiera recuerdo su nombre, pero sí ese regusto dulce y melancólico que quedaba tras pronunciarlo.

Vincent, crujiente y viril, satisfacía los antojos de lenguas impávidas y cuerpos fríos aun desnudos.

El otro, tierno y cremoso, solía pasar las tardes paseando solo por el centro de la ciudad, deleitándose con pequeños placeres: un paisaje hermoso, una conversación elocuente, un simple viaje en autobús...


Esos tiempos se acabaron y ahora estamos los tres en una cama desconocida. Vincent ya no es Vincent (otra vez), pero él, al menos, está tranquilo. Su amigo y yo nos abrazamos, aterrados, y la cálida sensación del mutuo apoyo nos embarga.

"Gracias por estar aquí" susurra tiernamente con su delicioso acento. Le miro. Las lágrimas se deslizan por mi cara mientras sonrío y meneo la cabeza. "Te quiero". Me mira. Ahora él también sonríe y nos besamos con dulzura. Juntos afrontaremos lo que sea: nos tenemos el uno al otro.

16 ago 2010

Él

Te encuentras lejos y donde debería estar mi corazón sólo hay un vacío inexpugnable que me hace temblar y llevarme la mano a mi dolorido pecho mientras me pregunto por qué.

Las tardes de diversión se arremolinan en mi mente, obnubilándola con imágenes tiernas y tentadoras: un roce furtivo, una mirada discreta, una sonrisa cómplice o un simple guiño pícaro; una caricia oculta, un abrazo a oscuras o un suave y fugaz beso en el que siento desvanecerse mi mundo mientras tu lengua se deshace en mi boca como el más exquisito de los caramelos y mi alma pena de agonía.

Tú y yo, seres de mundos tan sumamente distintos, sutiles perros falderos el uno del otro, unidos por algo a medio camino entre el amor puro e inocente y la pasión más puramente viciosa y ardiente. Nos ocultamos a plena luz con pullas, luchas e insultos, aun cuando la atenta mirada pueda captar los destellos —las chispas de una tensión sexual no resuelta— que la luna límpida revela, mostrando la esencia verdadera de nuestras almas cuando tu fría indiferencia se esfuma en un haz de luz plateada que nos descubre intercambiando besos de amantes.

Llegados a este punto, me cuestiono cómo llegamos a esto y el recuerdo de aquella noche de verano en la playa me embarga con el agridulce aroma del secretismo. Aún éramos unos chiquillos, ¿y qué? Había cariño. Había atracción. Y, sobre todo, había voluntad. El único ingrediente restante fue una fría mañana de Semana Santa cuya niebla vela todavía los primeros besos fogosos que algún día culminarían en nuestros cuerpos desnudos bamboleándose en un frenético vaivén de sudor, placer y también mentiras.

Pero ahora te encuentras lejos de mí y la distancia se me antoja nimia comparada con el invisible abismo que nos separa. Quizá en otra ocasión. Quizá en otra vida.

Camarero, la cuenta.