16 ago 2010

Él

Te encuentras lejos y donde debería estar mi corazón sólo hay un vacío inexpugnable que me hace temblar y llevarme la mano a mi dolorido pecho mientras me pregunto por qué.

Las tardes de diversión se arremolinan en mi mente, obnubilándola con imágenes tiernas y tentadoras: un roce furtivo, una mirada discreta, una sonrisa cómplice o un simple guiño pícaro; una caricia oculta, un abrazo a oscuras o un suave y fugaz beso en el que siento desvanecerse mi mundo mientras tu lengua se deshace en mi boca como el más exquisito de los caramelos y mi alma pena de agonía.

Tú y yo, seres de mundos tan sumamente distintos, sutiles perros falderos el uno del otro, unidos por algo a medio camino entre el amor puro e inocente y la pasión más puramente viciosa y ardiente. Nos ocultamos a plena luz con pullas, luchas e insultos, aun cuando la atenta mirada pueda captar los destellos —las chispas de una tensión sexual no resuelta— que la luna límpida revela, mostrando la esencia verdadera de nuestras almas cuando tu fría indiferencia se esfuma en un haz de luz plateada que nos descubre intercambiando besos de amantes.

Llegados a este punto, me cuestiono cómo llegamos a esto y el recuerdo de aquella noche de verano en la playa me embarga con el agridulce aroma del secretismo. Aún éramos unos chiquillos, ¿y qué? Había cariño. Había atracción. Y, sobre todo, había voluntad. El único ingrediente restante fue una fría mañana de Semana Santa cuya niebla vela todavía los primeros besos fogosos que algún día culminarían en nuestros cuerpos desnudos bamboleándose en un frenético vaivén de sudor, placer y también mentiras.

Pero ahora te encuentras lejos de mí y la distancia se me antoja nimia comparada con el invisible abismo que nos separa. Quizá en otra ocasión. Quizá en otra vida.

Camarero, la cuenta.

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