23 jul 2013

Alta definición: Cara A

Los escalones del metro de Barcelona estaban plagados de estudiantes charlando animadamente acerca de sus terminadas vacaciones de verano y especulando en torno al curso que estaba por venir. Tras sortear a un par de colgados, seguramente de la Facultad de Filosofía, Daniel reacomodó la carpeta bajo su brazo y se dirigió hacia la entrada principal del campus. A pesar de que aún era temprano, algunos jóvenes ya se habían hecho con una parcela de césped para descansar solos o en compañía. Esquivando y hasta pasando por encima de algunos de éstos, Daniel alcanzó el aulario destinado a los estudiantes de Ciencias de la Comunicación y, siguiendo las indicaciones de los carteles, se encaminó hacia el aula 013.

Los tablones de anuncios, que se sucedían cada ciertos metros a lo largo de las paredes de los pasillos, se encontraban ya llenos de carteles de todos los colores con un amplio surtido de ofertas y demandas: compañeros de piso, clases de euskera, donantes de sangre... Mientras echaba un vistazo distraído a aquella ensalada rusa policromática, el joven chocó con otro chico que también parecía leer sin mucho interés el batiburrillo publicitario.

- Huy, perdona... - musitó Daniel.

El otro chico giró levemente la cabeza, como si se acabara de dar cuenta de su presencia, y esbozó una ligera sonrisa. O eso le pareció a Daniel, ya que el joven enseguida se echó la mochila al hombro y entró en el aula más cercana.

Daniel se quedó embobado mirando el lugar donde antes había estado el chico hasta que una voz interrumpió su desconexión mental:

- ¡Dani! ¡Cuánto tiempo, hombre! Dame dos besos, anda. - Se trataba de Chris, el mejor amigo de Daniel en la universidad. Chris era un chico bien parecido (rubio apagado, ojos claros, pendiente en la oreja), quizá un poco bajito, pero si algo le caracterizaba era su entusiasmo. - ¿Qué haces ahí parado como un idiota? Vamos adentro, que aquí hace mucho calor.

Chris cogió a Daniel de la mano y le arrastró hacia la misma aula en la que momentos antes había entrado aquel chico. Al parecer, había llegado sin darse cuenta a su destino.

- Tengo que contarte mogollón de cosas. Estuve hace unas semanas en Sitges con Jorge y éstos y no te vas a creer a quién vi... - Chris observó expectante a Daniel, esperando a que éste formulara la tan deseada pregunta.

Sin embargo, Daniel aún estaba meditabundo y, haciendo caso omiso del parloteo de su amigo, espetó:

- ¿Sabes quién es ése?

Desconcertado por la pregunta, Chris desvió su mirada en la dirección que seguía la de Daniel hasta el fondo del aula, donde un chico bohemio aparentemente uno o dos años mayor que ellos y de origen posiblemente italiano hojeaba un libro sobadísimo (probablemente fuera de segunda mano). Llevaba una sencilla camiseta ancha de color azul eléctrico y unos vaqueros oscuros modernos desgastados claramente por el uso. Nada del otro mundo.

El atractivo muchacho era más bien delgaducho, de estatura media y tez muy pálida. Tenía ambos lados de la cabeza rapados, de tal forma que el pelo, castaño y ondulado, se amontonaba sobre la parte superior y le caía en rizos poco definidos sobre la mitad derecha de la frente, pero sin acercarse en absoluto a sus pequeños y oscuros ojos tenuemente achinados, rasgo acentuado por sus finas y redondeadas cejas. Su nariz y orejas —de una simetría asombrosa— eran algo más grandes en comparación, pero sin romper la armonía casi angelical del rostro, y los lóbulos de aquéllas presentaban sendos agujeros del diámetro de un lapicero, propios de quienes han portado dilatadores con anterioridad. Tanto los surcos supralabiales como los propios labios se definían nítidamente en el rostro ovalado, que culminaba en un mentón redondeado y algo prominente.

- ¿Debería? - espetó Chris enarcando una ceja.

- Puede. Es guapo - contestó Daniel distraídamente.

- Si tú lo dices... ¿Quieres que te lo presente? - ofreció repentinamente su amigo.

- ¿No has dicho que no le conocías? - De repente, lo que Chris tuviera que decir tenía un enorme interés para Daniel.

- Y no le conozco - respondió sonriente.

No obstante, en aquel momento hizo acto de presencia en el estrado reservado al profesor una señora de edad avanzada y gesto agrio que inmediatamente exigió la atención de los alumnos presentes.

- La profesora Del Pozo no va a poder venir hoy debido a un imprevisto, pero me ha pedido que os diga que os vayáis leyendo los tres primeros temas del manual de la asignatura para preparar la siguiente clase. Eso es todo.

El anuncio de la tarea despertó una queja general entre los jóvenes. ¿Qué clase de profesor mandaba deberes el primer día y encima sin presentarse siquiera?

Daniel y Chris se levantaron de las mesas donde habían estado sentados y se sumaron a la marabunta de estudiantes que ya se había formado en la única salida del aula. En lo que avanzaban con pasitos de hormiga y entre empujones de hombros, Daniel echó la vista atrás hacia el lugar donde se había sentado el bohemio (definitivamente, aquel apodo le venía perfecto), pero para variar ya se había esfumado sin dejar rastro como el fantasma que la tonalidad de su piel sugería que bien podía ser. Decepcionado, cogió la mano que en ese momento le tendía Chris y se dejó arrastrar a través del gentío hasta el pasillo.

- ¿Qué hacemos? Tenemos dos horas libres, ¿bajamos a la cafe? - propuso el joven rubio apoyándose de espaldas en el alféizar de una ventana con ambas manos.

- ¿Hum? - Abstraído, Daniel miraba hacia todas partes menos a Chris, probablemente buscando inconscientemente con la mirada al chico que tanto le había intrigado.

- Joder, Dani, estás empanado. Que si bajamos a la cafe a tomar algo. ¿Qué estás mirando? - Por segunda vez en apenas unos minutos, Chris siguió la trayectoria de la mirada de su amigo hacia otro alféizar donde se encontraba apoyado aún leyendo el chico rarito. - Oh, dios, ya lo estoy viendo: me vas a dar el curso con ese chaval, ¿a que sí?

Sin una palabra más, Chris se impulsó hacia delante y, con gesto resuelto, se encaminó en dirección al bohemio. Daniel observaba entre boquiabierto y aterrado cómo su amigo se acercaba cada vez más al objeto de su fascinación, pero no se atrevía a acercarse tanto como para frenarlo. De un modo casual, casi familiar, Chris se presentó al joven con un apretón de manos —cuestión de cortesía, ya que Daniel sabía de buena tinta que odiaba tener que saludar así a la gente— y comenzó a charlar animadamente con él. De hecho, aquélla no parecía la típica conversación con Chris en la que sólo él hablaba, sino que Daniel observó con gran sorpresa que el bohemio le contestaba con largas respuestas e incluso alguna sonrisa educada de vez en cuando.

Al fin, Chris se despidió alegremente y volvió al lado del aún incrédulo Daniel blandiendo con satisfacción en su mano un trocito de papel.

- Se llama Ief - evidentemente, aquel no era su nombre, pero Daniel fue incapaz de entender lo que su amigo había dicho - y es italiano por parte de padre y argentino por parte de madre. Lleva un par de años viviendo en España (habla español a la perfección) y se acaba de trasladar a nuestra uni. Le he dicho que el viernes íbamos a salir todos los de clase y que si me podía dar su Facebook. Aquí tienes - dijo ofreciendo a Daniel el pequeño trozo de papel, en el que aparecían escritas dos palabras con la caótica caligrafía que sólo un hombre podía tener.

- Hiève Mancini - leyó Daniel en voz alta, saboreando el exótico nombre como si se tratara del nuevo dulce de Willy Wonka. - Chris, sabes que te quiero, ¿no? - le dijo con una gran sonrisa acompañada de un no menos grande abrazo.

- Dime algo que no sepa - respondió el rubio chulescamente con una carcajada.




La primera semana de clase transcurrió sin incidentes y tan rápidamente como cada año, si bien no lo suficiente para Daniel, quien estaba impaciente por que llegara el fin de semana para poder hablar con el bohemio. Cada día, había procurado sentarse desde donde pudiera observarle sin que él se diera cuenta, a pesar de lo cual le había pescado unas cuantas veces. Ya desde el segundo día, aquel juego se había desarrollado como una coreografía perfectamente ensayada: Daniel se situaba en el alféizar contiguo a donde él leía o escuchaba música tranquilamente, le seguía al interior del aula y buscaba un sitio apropiado al fondo, se pasaba toda la hora observándole mientras se esforzaba por disimularlo y volvía a seguirle fuera del aula.

No obstante, el Día D vino con una nueva variable para la ecuación. Daniel había llegado tarde a clase debido a un breve drama personal con su peinado y tuvo que sentarse unos asientos por delante del bohemio, por lo que no pudo llevar a cabo su ritual diario. Al terminar la primera asignatura del día, comenzó a recoger sus cosas mientras Chris cotorreaba acerca del piercing que se acababa de hacer no sabía quién. Cuando por fin estaba preparado para levantarse y abandonar el aula, Hiève pasó por delante de su pupitre y le miró a los ojos. Durante un instante, el tiempo pareció congelarse para Daniel y el espacio se redujo al ocupado por sus cuerpos y por aquel intercambio de miradas. En ese infinito momento de tranquilidad y tensión, de paz y de guerra, el bohemio pasó a ser el único componente de su vida, su razón de ser, sentir, mirar, palpitar. Y un solo pensamiento se apoderó de su mente: definitivamente, estaba enamorado.

En el momento en que semejante revelación se abrió paso hasta la consciencia de Daniel, ocurrieron dos cosas: una enorme sonrisa afloró inconscientemente en su cara y el tiempo se reanudó como si alguien hubiera pulsado el botón de play. El bohemio seguía mirándole con intensa curiosidad, como si le estuviera lanzando mentalmente una pregunta o tratara de descifrar el origen de su evidente fascinación por él. Al reparar en su bobalicona sonrisa, un mosaico de expresiones se sucedió en su ebúrneo rostro: sorpresa, recelo, interrogación... todo ello en una fracción de segundo que culminó con una discreta sonrisa ladeada, aunque más bien se trataba de una mueca burlona de incredulidad.

Decepcionado por la reacción, Daniel dejó que su sonrisa se marchitara y desvió sus ojos hacia el pupitre, avergonzado. Sin embargo, como un drogadicto con síndrome de abstinencia, necesitaba un último chute estimulante para aguantar el resto del día y buscó ansiosamente con su mirada la del bohemio, quien se dirigía hacia la salida lentamente. Ya que desde su posición le resultaba imposible regodearse con su perfecto rostro italo, se conformó con el deleite de su espalda y aquel trasero pequeño y apretado enfundado en unos vaqueros que se acomodaban a él como una segunda piel.

De repente, Hiève frenó en seco bajo el umbral de la puerta y lanzó una mirada en su dirección por encima del hombro. Intimidado, Daniel sintió el impulso de retirar su propia mirada, pero fue incapaz de escapar al influjo verduzco de aquellos ojos oscuros. Y entonces cayó en la cuenta: Hiève le estaba sonriendo. No de manera socarrona o condescendiente, sino genuinamente amable e incluso pícaro.

Un electrizante escalofrío recorrió la columna vertical de Daniel mientras sentía derretirse. Aquella breve sonrisa apenas había durado un segundo, pero a él le había parecido que se prolongaba el tiempo de una vida en sendas direcciones: no existían pasado ni futuro sin la sonrisa de... Hiève. Una vez más, paladeó su nombre relamiéndose los labios mientras las últimas hormigas abandonaban frenéticamente su cuerpo. Aún con aquella agradable gelidez deshaciéndose en su espalda, apartó la vista del quicio vacío de la puerta y la dirigió hacia su amigo, que le miraba anonadado.

- ¿Qué... cojones... ha... sido... eso? - preguntó desentonadamente remarcando cada palabra, con los ojos muy abiertos y los puños semicerrados (a excepción de sendos índices, que parecían señalar teatralmente al techo) a la altura de los hombros. Daniel se encogió de hombros tímidamente con una tonta sonrisa de quinceañera enamorada. - No, en serio, Dani, ¿qué acaba de pasar? - Chris no terminaba de salir de su estupor. ¿Tan evidente para todos había sido aquel intercambio privado de emociones?

- Luego te llamo - fue lo único que alcanzó a articular Daniel antes de agarrar su carpeta y la bandolera y salir de la habitación como una exhalación.




«La negra es más elegante, pero la blanca me queda mejor y es más casual», murmuró Daniel para sí. Sujetaba en cada mano una percha de las que colgaban sendas camisas ajustadas de la talla S, que iba alternando frente al espejo interior de su armario con el fin de tomar una decisión. ¿Podía llevar camisa negra con una americana del mismo color o debía decantarse por la blanca? Se encontraba valorando la cuestión cuando sonó el teléfono fijo. Como en ese momento estaba solo en casa, lanzó las dos prendas sobre su cama y se acercó a la base del teléfono inalámbrico que había hecho instalar años atrás en su habitación.

- ¿Diga?... Ah, hola, Chris, qué bien me vienes, tengo una duda monumental: ¿se puede llevar camisa negra con una americana negra? También tengo una blanca, pero no me termina de convencer... ¿No es como demasiado convencional? Estaba pensando q... ¿Eh? ¿Lo del bohemio? Luego te cuento, pero primero la camisa: ¿blanca o negra?... Negra, genial, hasta luego, un beso - se despidió rápidamente sin dar tiempo a su amigo a contestar.

En realidad, normalmente no tenía ningún problema en compartir lo que le rondaba la cabeza con su mejor amigo, pero lo ocurrido horas antes había sido tan sumamente... íntimo que no estaba seguro de por dónde empezar, así que simplemente decidió retrasar el momento lo máximo posible. Con semejante convicción aún rebotando entre los rincones de su mente, desechó la camisa negra y se puso la blanca sobre su torso desnudo.




El lugar de encuentro, acordado por mayoría a través de Facebook, estaba cerca de la Plaza de España. Daniel y Chris habían quedado antes para ir juntos hasta allí, pero el chico rubio, para variar, aún no se había duchado cuando Daniel le escribió desde su portal, por lo que decidieron verse directamente donde todos habían quedado. Aunque la plaza se encontraba relativamente lejos del barrio donde vivían Daniel y Chris (al menos dos paradas de metro y unos siete minutos andando), Daniel había salido con suficiente tiempo y energía para llegar dando un paseo por las calles de Barcelona. Además, al ser septiembre, los días ya comenzaban a acortarse y no hacía tanto calor como para que Daniel debiera preocuparse por las manchas de sudor en su impecable conjunto.

Dos calles antes de llegar a su destino, dobló una esquina en busca de la tienda de alimentación donde solía comprar la bebida cuando quedaba por aquella zona. Sin embargo, hacía tantos meses que no recorría a pie las calles de Barcelona que al parecer se había equivocado de calle. Por suerte, localizó otra tienda al fondo de la corta calle, en la acera de enfrente. Olvidando mirar en ambos sentidos antes de cruzar, Daniel se escurrió entre dos coches aparcados y atravesó la calle en dirección al establecimiento, que alcanzó en menos de medio minuto.

Una especie de campanita sonó cuando Daniel entró en la tienda. Se trataba de un local pequeño y rectangular regentado por un paquistaní (o algo así) con cara de amargado, el cual levantó la vista de su telenovela bollywoodiense para mirarle acusadoramente, como si ya le hubiera robado algo. Molesto por la actitud hosca del dependiente (por otro lado habitual en esa clase de comercios), Daniel encaminó el pasillo que se abría expedito a su izquierda, buscando con la mirada la nevera de las bebidas. La encontró al final del pasillo, donde éste se curvaba para volver al mostrador por el otro lado del estante que tenía a su derecha. En cada balda de la doble nevera de puertas acristaladas, un tipo de bebida inexplicablemente sobrepreciada se disponía en latas o botellas que llegaban hasta el fondo del mueble: cocacolas de toda la familia (normal, light, zero, sin cafeína, sin burbujas, cherry, limón, vainilla, fresa...), refrescos de naranja y limón, batidos de fresa, chocolate y vainilla, un amplio surtido de zumos tropicales y tutti frutti...

Daniel recorrió con la mirada los coloridos anaqueles hasta localizar en el rincón inferior lo que buscaba: vodka con limón de la marca Cossack, embotellado en cómodos recipientes individuales de trescientos mililitros cada uno. Satisfecho, se agenció el único pack de ocho unidades que quedaba y pagó en efectivo al desconfiado tendero. Estaba saliendo por la puerta cuando se topó de frente con un chico un poco más alto que él. Daniel se apresuró a disculparse, pero enmudeció al instante al comprobar que el joven no era otro que Hiève, el bohemio, el chico que le había traído loco toda la semana y por el cual se había animado a quedar aquel día.

Llevaba el pelo peinado alborotadamente hacia atrás (probablemente por eso no lo había reconocido a primera vista) y una camiseta blanca escotada con unos sencillos vaqueros. En el fragmento de pecho visible, medio tatuaje en forma de papiro se extendía de una clavícula a la otra con la inscripción «Heaven Wasn't Much» escrita recargadamente encima. Recuperado de la sorpresa inicial, Daniel no quitaba la vista del tatuaje, prácticamente babeando y con los pantalones apretándole ligeramente de más, mientras el bohemio le miraba extrañado.

- Tú eres Daniel, ¿no? - dijo con una voz grave y nasal, muy sensual.

Estupefacto de que supiera su nombre, Daniel se apresuró a mirarle a los ojos y respondió atropelladamente:

- Sí, bueno, Dani para los amigos, ja ja ja ja - rio nerviosamente sin reír de verdad.

El bohemio le observaba en silencio con seriedad (en realidad, con un gesto neutro, sin ninguna emoción asomando a su cara), como si nuevamente estuviera tratando de desentrañar sus secretos, analizando cada detalle, cada mínimo movimiento, cada pensamiento que se aturullaba en su embotada mente. Tras cinco segundos eternos sin mediar palabra, contemplándose atentamente el uno al otro aún en la puerta de la tienda, preguntó mientras señalaba hacia su mano izquierda:

- ¿Te has fijado si había más botellines, Dani?

En realidad, había dicho algo más cercano a 'botillines', como si hubiera dudado a media palabra de la pronunciación correcta. Obviando tal hecho como si no hubiera sucedido (y en verdad no era del todo consciente del error), la ágil mente de Daniel le llevó a contestar de inmediato «¿Eh?» y luego, reparando en que su mano señalaba el pack que sostenía, «¡Ah!». Después de semejante despliegue de elocuencia, se apresuró a decir:

- No, qué va, me he llevado el último paquete.

En su apremio por responder, no le había dado tiempo a pensar lo que iba a decir, de modo que había espaciado demasiado la última palabra y parecía que la hubiera remarcado para darle un segundo sentido. Con la sangre agolpándose ahora en su cara, sonrió estúpidamente con la esperanza de que él no se hubiera dado cuenta.

- Hum, qué mal... - murmuró para sí mismo.

- ¡Pero no me importa compartir, ¿eh?! - añadió rápidamente Daniel, dando esta vez las gracias a su cerebro por la ocurrencia.

Hiève volvió a mirarle fijamente, quizá sopesando su oferta o puede que incluso tratando de discernir si encerraba algún perverso propósito. Daniel se sentía más intimidado a cada segundo que pasaba siendo atravesado por aquella inalterable mirada, a pesar de lo cual se esforzaba por mantener el contacto visual. Tras unos segundos de meditación silenciosa, al fin contestó:

- Guay. Muchas gracias. - Y le dedicó una increíble sonrisa que, aunque forzada, parecía sincera.

Daniel creyó derretirse por dentro mientras mil escalofríos recorrían sus miembros de arriba abajo. ¡Había aceptado! No podía creerse su suerte. Y, para no tentarla con otro instante de incómodo silencio, le dijo:

- Si quieres, vamos yendo a la plaza. ¿Sabes ir?

- Google Maps - respondió Hiève lacónicamente con un leve encogimiento de hombros.

- Ah, genial, pues vamos - repuso Daniel alegremente, y ambos se dirigieron hacia el punto de encuentro.




En las cercanías de la Plaza de España existe un parque donde los jóvenes barceloneses se congregan para beber alcohol los fines de semana. Durante el verano, es habitual encontrarlo repleto de menores de edad con vasos hasta arriba de sangría, vodka Eristoff, Malibú o licor 43, pero en período lectivo pertenece a los universitarios.

Cuando Hiève y Daniel llegaron, habían tenido casi diez minutos para empezar a conocerse. Al contrario de lo que inicialmente pudo pensar Daniel, Hiève podía llegar a mostrarse verdaderamente simpático y hablador. Para cuando alcanzaron su destino, ya se trataban con total naturalidad y confianza.

El parque ya se encontraba lleno de posadolescentes que charlaban despreocupadamente con grandes vasos de plástico en las manos. Entre ellos, Daniel pudo distinguir a su amigo Chris gesticulando exageradamente para llamar su atención, de modo que se disculpó ante Hiève y le prometió que estaría de vuelta enseguida.

La música sonaba a alto volumen (alguna clase de remix de The Killers y ¿Skrillex?, según el oído inexperto de Daniel), si bien el tráfico de las calles circundantes ahogaba cualquier nota que pudiera molestar a los vecinos del barrio, aunque el parque se encontraba lo suficientemente aislado como para que aquello fuera prácticamente imposible.

Los jóvenes universitarios, el futuro del país, conversaban a voces en un intento por sobreponerse a la música, y cuando no lo conseguían simplemente echaban un trago de alcohol y se movían al son (o eso creían) de la misma.

De tal guisa transcurrieron las horas, variando quizá la música pero nunca su volumen ni tampoco la cantidad de personas reunidas (acaso, conforme pasaba el tiempo parecía unirse más y más gente). Después de intercambiar unas pocas palabras con Chris, Daniel volvió al lado de Hiève, a quien se habían acercado dos chicas que claramente trataban de coquetear con él. Invadido por los celos (y envalentonado por el alcohol, que por algún motivo comenzaba a hacerle efecto), Daniel se excusó y arrastró a Hiève hacia el epicentro de la música, donde permanecieron bailando y, cuando podían, hablando durante varias horas.

En algún momento de la madrugada, cuando la fiesta aún se hallaba en su apogeo, Hiève tomó la mano de Daniel y se escabulleron de la pista de baile improvisada hacia un oscuro sendero intransitado que discurría alejado entre altos robles y se internaba en una espesa arboleda de pinos, chopos y abedules. El corazón de Daniel golpeaba agitadamente su pecho mientras Hiève le conducía primero entre la gente borracha y después entre la vegetación que bordeaba la zona. El alcohol había cumplido su función y todo lo que era capaz de distinguir era un mar de luces parpadeantes que cruzaba de la mano de él, el bohemio, Hiève, el chico que le volvía loco.

De un fuerte tirón, Hiève atrajo a Daniel hacia sí y después lo empujó contra un grueso álamo cercano. Daniel respiraba entrecortadamente, excitado, con la sangre repartida a partes iguales entre su rostro y sus genitales. Hiève acercó su cara, igualmente colorada y sudorosa, al rostro casi febril de Daniel y, cerrando con fuerza los ojos, juntó sus propios labios con los de él y le introdujo la lengua en la boca. Era una lengua pequeña pero húmeda, si no experimentada al menos muy hábil, que provocaba pequeños gemidos en Daniel, quien a su vez usaba su lengua para juguetear con aquélla mientras los dos jóvenes se abrazaban fuertemente. Extasiado con el roce del cuerpo delgado de Hiève (y de su estimulantemente grande bulto), Daniel se volvía más fogoso por momentos y sentía la imperiosa necesidad de hacer ese cuerpo suyo, o que el suyo fuera de él, o lo que fuera.

Según su percepción, podrían haber pasado minutos u horas cuando Hiève sugirió, embriagado de besos y alcohol, ir a su piso. Horas antes, Daniel había tenido ocasión de averiguar por él que vivía completamente solo cerca del centro de la ciudad, así que le faltó tiempo para responder afirmativamente con un rápido cabeceo, ya que se veía incapaz de decir una sola palabra en su estado de excitación. Prácticamente corriendo, abandonaron el parque entre besos y restregones y tomaron el metro en la boca más cercana.

Llegaron en cuestión de minutos. Durante el trayecto, habían seguido intercambiando apasionados besos que a cualquier otra hora del día habrían incomodado al resto de pasajeros, pero que a aquellas horas de la madrugada se antojaban de lo más natural para los escasos viajeros que prestaran atención. Medio abrazados el uno al otro, se apearon del vehículo, subieron las escaleras hasta la calle desierta y se dirigieron hacia el portal de Hiève, a tan solo medio minuto de la boca de metro.

Tras atravesar la puerta del edificio, subieron en el ascensor matando el tiempo con más besos. Ninguno había dicho una sola palabra desde que abandonaran el parque, porque no era necesario: no había nada relevante que sus besos no fueran capaces de comunicar en aquellos momentos. Mientras Hiève recorría lujuriosamente el cuello de Daniel con sus labios, éste se permitió abrir los ojos para admirar tan increíble escena en los espejos del ascensor y soltó un respingo contenido cuando sintió la mano de Hiève sobando su entrepierna por encima del pantalón.

El ascensor se paró con un tintineo musical y las puertas se abrieron mientras una suave voz femenina anunciaba «Planta cuarta» (o quizá fuera «Planta quarta», pero en ese momento Daniel no se encontraba especialmente dispuesto a cavilar al respecto). Saliendo de espaldas, Hiève agarró a Daniel de las solapas de la americana sin dejar de besarle hasta que dio con el timbre de su piso con la cadera. Se oyó un apagado ding-dong en el interior, pero evidentemente nadie acudió a abrir la puerta, por lo que Hiève sacó un manojo de llaves y, aún de espaldas, se las ingenió para abrir y hacerles pasar al recibidor.

Daniel intentó lanzar un vistazo alrededor, pero Hiève le cogió de la pechera y le arrastró hasta una habitación contigua que reconoció como el salón por los dos sillones y la televisión. Sin embargo, no tuvo ocasión de reparar en mucho más, ya que se vio violentamente lanzado hacia uno de los sofás, donde apenas pudo acomodarse antes de que Hiève arremetiera nuevamente contra su suave cuello. Soltando gemidos ahogados con los ojos cerrados, Daniel se dejaba hacer sin oponer resistencia, extasiado por la situación. Hiève, inclinado ante el sofá, se deslizaba a lo largo de su cuello con tiernos besos cortos y acariciaba su pelo con la mano derecha, manteniendo la izquierda posada en la mejilla derecha de Daniel, la cual frotaba suavemente con lentitud.

Hiève se apartó de Daniel, irguiéndose en toda su estatura mientras se echaba el pelo despeinado hacia atrás con una mano. Daniel jadeaba, incontenible y expectante, con la cara roja, el pelo hecho un desastre y la chaqueta arrugada. Sonriendo ladinamente, Hiève se desprendió de su camiseta, dejando a la vista un torso pálido y delgado cubierto de tatuajes. Además del consabido «Heaven Wasn't Much» (que en una segunda línea terminaba con «For Me»), tenía alguna clase de bestia en el bíceps derecho y un motivo floral (probablemente una tumba con flores) sobre la cadera izquierda, así como dos soles custodiando un pentáculo invertido dentro de un círculo (el isotipo de HIM, si no se equivocaba) por debajo del ombligo, el cual se hallaba bordeado por encima, de un lado al otro del estómago, por el número 1915 en romano.

Mientras admiraba tal obra de arte, Hiève le observaba a su vez con una amplia sonrisa lujuriosa y se frotaba la entrepierna, que ya ostentaba un notable bulto por debajo de los vaqueros ajustados. Sin embargo, Daniel tuvo poco tiempo para descifrar el significado de aquellos galimatías, pues Hiève se le acercó nuevamente y le hizo despojarse de su americana, que voló a través de la habitación hasta llegar al suelo. Lo mismo sucedió con su camisa, que previamente había ido desabotonando Hiève mientras lanzaba intrépidos lametazos que sólo rozaban sus labios entreabiertos. Cuatro golpes secos se sucedieron contra el suelo, indicando que ambos también se habían quitado los zapatos.

Intentanto tomar la iniciativa, Daniel atrajo el cuerpo de Hiève hacia sí y comenzó a deslizar su lengua sobre los tatuajes de su estómago. Sus manos se posaban sobre el trasero prieto de Hiève, aún dentro de los vaqueros, y las de éste removían el pelo de Daniel, acariciándolo con suavidad y acompañando el movimiento de su cabeza a lo largo de su torso.

Daniel acercó todavía más el cuerpo de Hiève, obligándolo a doblarse sobre sí mismo y a apoyarse sobre el respaldo del sofá para no perder el equilibrio. Su cara estaba a la altura de la abultada entrepierna de Hiève; no obstante, dobló el cuello hacia arriba para lamer los pequeños pezones de Hiève, que suspiraba en voz muy baja. Incapaz de contenerse, llevó su mano izquierda hacia el bulto en sus vaqueros y comenzó a masajear sus genitales. Hiève lanzó un suspiro a mayor volumen y sus brazos comenzaron a temblar incontrolablemente. Consciente de este hecho, Daniel consiguió arrastrar a Hiève hasta el sofá, haciéndole tumbarse con la cabeza descansando sobre el reposabrazos.

Hiève resollaba entrecortadamente con la cara encendida y el pelo obstaculizando parcialmente su visión. Fascinado por semejante espectáculo, Daniel se tumbó sobre su torso lampiño y le besó acaloradamente en la boca. Los cuerpos de ambos estaban ardiendo de excitación, a pesar de lo cual Hiève deslizó sus brazos en torno a la cintura de Daniel para tenerle todavía más cerca.

Pasados unos minutos, Daniel apartó sus labios hambrientos de los no menos lujuriosos labios de Hiève, quien le miraba con los ojos muy abiertos mientras trataba de recuperar la respiración. Bajo los labios entreabiertos de Hiève, Daniel reparó en un par de pequeñas punciones muy juntas que seguramente indicaran que anteriormente había llevado uno o dos piercings... al igual que sus dos exnovios. Sonriendo con incredulidad ante tal coincidencia, volvió a mirar los ojos de Hiève, que le devolvieron la mirada con intensidad. Que estuviera pasando todo aquello era tan increíble que apenas se lo podía creer...

La mirada casi suplicante de Hiève le arrastró nuevamente a sus labios húmedos, que lamió con fogosidad entre sus gemidos mudos. Daniel pasó su lengua por la barbilla de Hiève y bajó por su cuello y su pecho, deteniéndose un minuto o dos en el pezón izquierdo, que tanteó, chupó y mordisqueó con la única finalidad de estimular aquellos jadeos tan morbosos que emitía. Después, siguió bajando por su torso hasta el estómago, donde introdujo la punta de su lengua en el poco profundo ombligo de Hiève, y buscó entre lametones el inicio del vello púbico, que apenas sobresalía por encima de los gayumbos. Con manos habilidosas, desabrochó los vaqueros de Hiève y los retiró hasta las rodillas, dejando al descubierto unos amplios bóxer blancos en los que se marcaba claramente un miembro enorme, de diecinueve o veinte centímetros. Normalmente habría jugueteado un poco por encima de la ropa interior, pero a Daniel se le hizo la boca agua con la visión y sintió la necesidad de dejar a la vista semejante prodigio de la genética.

Agarrando con ambas manos la goma del elástico, apartó el calzoncillo para deleitarse —ahora sí— con el cuerpo enteramente desnudo de Hiève. Embriagado de lujuria, estaba a punto de introducirse aquel resplandeciente miembro en la boca cuando Hiève le cogió de las axilas y encontró otro objetivo para sus labios. Daniel respondió al beso mientras enlazaba sus manos con las de Hiève por encima de la cabeza de éste, inmovilizándole. Hiève se deshizo de la presa y llevó sus manos hasta los pantalones de Daniel, que en aquel momento suponían un evidente estorbo, así que procedió a librarse de ellos (con bastante ayuda de Daniel, que se encontraba a horcajadas sobre su cuerpo). Aún besándose, Daniel frotaba su pelvis contra la de Hiève, que entre bufidos sofocados alcanzó a susurrar «Dani, quiero hacértelo» antes de que su boca nuevamente se llenara con la lengua de éste.

No estaba seguro de que Daniel le hubiera escuchado; sin embargo, sus sospechas se esfumaron cuando éste prácticamente se arrancó la ropa interior y agarró con la mano derecha su miembro. Medio erguido, medio echado sobre el cuerpo candente de Hiève, Daniel cerró los ojos y empezó a empujar su cuerpo contra la entrepierna de aquél, que previamente había humedecido con su propia saliva. Aunque se trataba de un instrumento de dimensiones considerables, comenzó a deslizarse muy lentamente en el interior de Daniel, que seguía empujando con los dientes apretados. Al fin, notó la base de su pene y supo que había entrado entero.

Sintiendo semejante pedazo de carne en su interior, esperó unos minutos para acostumbrarse, moviendo muy ligeramente las caderas en círculos con el fin de dilatarse al máximo. Hiève, que durante todo el proceso apenas se había movido para no hacerle daño, posó sus manos en la cintura de Daniel y ejerció presión contra la pelvis de éste, que dejó escapar un quejido de dolor y algo de placer. Luego retiró imperceptiblemente su miembro y volvió a introducirlo, logrando otro gimoteo por parte de su compañero. Hiève repitió este movimiento una y otra vez, cada vez con mayor fuerza y velocidad, y Daniel contribuyó acompañando el vaivén con sus caderas. El piso se llenó de gruñidos, resoplidos, suspiros agitados y el sonido amortiguado de los muelles del sillón.

El ritmo del acto fue intensificándose rápidamente en consonancia con los latidos de los dos jóvenes, cuyos pechos sudorosos palpitaban desbocados. Entre los gemidos de placer de ambos, Hiève consiguió musitar «Dani, me corro» y el balanceo se aceleró hasta que los dos eyacularon en el otro con un grito sincronizado de éxtasis, después del cual Daniel se dejó caer sobre el cuerpo de Hiève y ambos permanecieron totalmente inmóviles, disfrutando del momento de paz.

Aún sofocado, Hiève se llevó una mano a la cara para secarse el sudor y echarse el pelo hacia atrás. Entretanto, con la otra mano atusaba el pelo de Daniel... que con el esfuerzo se había quedado dormido encima de él. Con una sonrisa de pura felicidad, estiró su cuello para besar la coronilla del bello durmiente y reposó la nuca sobre sus manos entrelazadas, mirando el techo caqui mientras oía los resoplidos apagados de Daniel. No necesitó más nana para poder dormir, tras mucho tiempo, con total tranquilidad.